martes, 3 de febrero de 2015

A mitad del camino de la vida, fui detenido en el espeso bosque soviético por unos delincuentes que se decían mis jueces. Eran viejos de cuello arrugado y cabeza de oca, indignos de llevar el peso de los años. La primera y última vez que tuve necesidad de la literatura, ella me estrujó, me hincó sus garras y apretó, y todo fue horrible como en un sueño infantil... No tengo manuscritos, cuadernos de notas ni archivo. No tengo letra, porque no escribo. Yo soy el único en Rusia que trabaja con la voz, pero, a mi alrededor, toda la chusma escribe. ¡Qué escritor del diablo soy! En cambio, tengo muchos lápices; todos robados y de distintos colores: se pueden afilar con una hoja de afeitar Gillette. He llegado al punto que, en el oficio de la palabra, sólo aprecio las costras, sólo las excrecencias. Es lo que necesito. Todas las obras de la literatura mundial las divido en autorizadas y escritas sin autorización. Las primeras son escoria, las segundas, aire robado. A los escritores que escriben cosas porque saben a ciencia cierta que serán autorizadas, quiero escupirles en la cara, quiero pegarles con un palo en la cabeza y sentarlos a todos tras una mesa de la Sociedad de Escritores de Moscú, poner ante cada uno de ellos un vaso de té de la policía y darles a cada uno en la mano el análisis de orina de sus críticos. Los escritores son de una raza de piel maloliente y que tiene las más sucias formas de preparar los alimentos. Es una raza nómada que pasa las noches sobre sus vómitos, desterrada de las ciudades, perseguida en los pueblos, pero en todas partes y ocasiones cercana al poder, lo que le asigna lugar en los barrios chinos, como a las prostitutas. El escritor es un híbrido de papagayo y sacerdote. Es un loro en el más alto sentido de la palabra. Habla francés cuando el dueño es francés, pero si es vendido en Persia, dirá en persa: 'loro cretino', el loro quiere azúcar'. El papagayo no tiene edad, no conoce el día y la noche. Si el dueño se harta, le pone un paño negro y eso es para la literatura un sucedáneo de la noche.

Osip Mandelstam, La cuarta prosa

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