martes, 3 de febrero de 2015

Mi mente, mi mente, mi mente… A veces, un poco antes o después de quedarme dormido, mi mente parecía seguir un sendero que tenía la anchura de un hilo y el mismo color que la noche. Afuera, a lo largo de la estrecha carretera navegaba mi mente, impulsada por la curiosidad, iluminada de aceptación, lejos y afuera, como un anzuelo emplumado que se fustigaba contra la profundidad de la luz, sobre la corriente de un magnífico molde. En algún lugar, lejos de mi alcance, de mi control, el anzuelo se destruía como una lanza, la lanza se recortaba a sí misma en una aguja, y la aguja unía al mundo. Cosía la piel con el esqueleto, el lipstick con el labio, a Edith con su maquillaje teatral, agachada (por el tiempo que yo, este libro o un ojo eterno lo recuerde) en nuestro sótano sin electricidad, cosía bufandas a la montaña, pasaba sobre todas las cosas como un torrente sanguíneo implacable, y el túnel se llenaba con un mensaje confortable, un hermoso conocimiento de unidad. Todos las disparates del mundo, las diversas alas de la paradoja, las dos caras del problema, las preguntas al deshojar la margarita, la conciencia con forma de tijera, todas las polaridades, las cosas y sus imágenes y las cosas que no proyectan sombras y, sencillamente, las explosiones cotidianas de una calle, esta cara y aquella, una casa y un dolor de muelas, explosiones que sólo tienen, en su nombre, letras diferentes, mi aguja todo lo atraviesa, y yo mismo, mis ávidas fantasías, todo lo que ha existido y hoy existe, somos parte de un collar de incomprensible belleza y falta de sentido.

Leonard Cohen, Beautiful Losers

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