Yo, eterno niño, seguí sin cesar el paso de los caminantes, y no quise estar con ellos, dije, hablé y no hablé, escuché y quise escucharlos más y mejor todavía, y mirarlos por dentro.
Yo, eterno niño, ofrecí sacrificios a otros, a quienes me inspiraban piedad, a los que estaban muy lejos o no me veían, a mí, el vidente. Les llevé regalos, les envié ojos y un viento tembloroso reluciente al encuentro, extendí antes ellos caminos superables y no hablé. Pronto, algunos reconocieron la mímica del que mira por dentro y ya no preguntaron más.
Yo, eterno niño, maldije pronto el dinero, y reí al mismo tiempo que lo recogía llorando, ese tradicional, ese gregario, ese venal dinero–beneficio. Yo veía el dinero como al níquel, al níquel como al oro, y al dinero y al níquel y a todo lo demás como cantidades inestables y sin valor para mí, que aunque despreocupado, me reiré sin embargo del dinero–beneficio llorando al mismo tiempo.
Egon Schiele, Yo, eterno niño
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